Viernes, tres de la tarde. El sol cae con fuerza sobre la Ciudad Antigua de Jerusalén como preludio del fin cercano de la primavera. Bajo las mascarillas azules la propia respiración se convierte en una estufa para la cara. No sin razón, muchos optan por llevarla bajo la barbilla si no se encuentran en un sitio concurrido. El calor da un poco de tregua en las calles estrechas y en sombra que hace unos meses estaban abarrotadas de turistas en busca de souvenirs. Ahora muy pocas tiendas están abiertas, casi únicamente las de comida. Algún comercio de regalos exóticos y recuerdos está abierto y su dueño mira tímidamente a los que pasan; no hace tanto tiempo estaba gritando y chapurreando otros idiomas tratando de convencer a los viandantes de las maravillas que en su tienda podían encontrar a buen precio.
Una calle con todas las tiendas cerradas baja y desemboca y en la plaza de la iglesia del Santo Sepulcro. Quien ha visitado este lugar sabe que no es como las catedrales góticas europeas, con altos techos, vidrieras de colores, arquitectura simétrica y una solemnidad que hace que uno susurre sin proponérselo, como temiendo despertar a alguien. No, el Santo Sepulcro es una iglesia irregular, con muchos recovecos y poca perspectiva del lugar completo; escaleras estrechas hacia arriba y hacia abajo, recovecos, capillas escondidas, infinidad de adornos colgando del techo, pinturas, mosaicos, velas… No hay un discurso congruente que relacione una imagen con otra, se trata de un armonioso desorden fruto de siglos de convivencia de las distintas confesiones cristianas en un mismo lugar.
La escena habitual no desentona con el escenario: el espacio está abarrotado de grupos de peregrinos, turistas y curiosos que suben, bajan, van, vienen, cantan o hablan… La sensación es la de un mercado y el barullo de voces hace difícil el recogimiento. Los guías dan sus explicaciones, los guardas se gritan de un extremo a otro en árabe y las comunidades de armenios, ortodoxos y franciscanos, realizan sus ritos y oraciones a la hora prevista abriéndose paso entre el gentío en procesión de un lugar a otro de la iglesia agitando con fuerza el incensario que añade ese olor característico a todo el conjunto.
Sin embargo, desde que se fueron los turistas y se cerró por el coronavirus, todo ha cambiado. La plaza suele estar vacía a excepción de unas pocas personas rezando delante de las puertas o algún vecino que pasa por ahí. El silencio invita a pararse y meditar a pesar del calor. En la escalera de piedra que está junto a la puerta, hay sentado un hombre conocido en la Ciudad Antigua como Jesus Man, un devoto católico que se pasea por los Lugares Santos vestido como en la época de Jesús, pelo y barba a lo San Pedro incluidos. Un franciscano con la mascarilla bajo el mentón, reza sentado sobre una piedra.
Un señor vestido de negro, con barba y pelo blanco recogido en una coleta, se para a intercambiar unas palabras con Jesus Man mientras una religiosa vestida de verde sube hasta el último peldaño de la escalera exterior para arrodillarse allí a rezar. Solo se oye el cantar de los pájaros, el resto permanece en silencio.