Jesús celebraría, como buen israelita, todos los años la Pascua judía (Pesaj) . Con su padre José y con su madre María los primeros años y más tarde con sus discípulos. Jesús aprendió en Nazaret, de su padre José, a presidir los ritos de la Pascua. Además, en aquellas Pascuas de Nazaret, se añadiría alguna familia vecina, dado que la Pascua exigía consumir todo el cordero en la misma celebración. También tomaban cuatro copas de vino tinto mezclado con agua: la de la Esclavitud, la del Juicio, la de Bendición y la de Consumación. Todo ello intercalado con oraciones y salmos tomando el cordero asado, pan ácimo y verduras amargas.
Las tres últimas Pascuas de su vida, sin embargo, las celebraría con sus discípulos y de la última sabemos que la celebró con ellos en Jerusalén. Parece ser que el actual Cenáculo era propiedad de Zebedeo, en tiempos de Jesús, que lo utilizaba para vivir allí cuando le tocaba servir el turno al Templo, porque los sacerdotes dedicaban una semana al año a su servicio. Luego tenían otras ocupaciones, como la de pescador en el caso de Zebedeo. Hay que recordar que la tribu de Leví no tuvo terreno para cultivar, su herencia era servir en el templo.
Aquella Pascua, la última con sus discípulos, fue muy especial y los apóstoles así nos lo transmitieron. Comenzó con una alabanza de la gente sencilla a su Maestro, que entró en Jerusalén montado en un borrico, con la multitud tendiendo sus mantos y agitando palmas a la vez que le aclamaban como Mesías.
La casa donde celebraron la Pascua estaba situada en lo alto de la colina llamada Sion. Jesús y sus discípulos celebraron la Pascua en la planta superior mientras que en la planta baja estaban María y aquellas mujeres que le seguían. Comenzó la celebración y Jesús, pasada la segunda copa, empezó a comunicarles unas cosas muy íntimas que no entendían bien. En un momento dado y después de haberles dado el pan, les dio la tercera copa pronunciando unas palabras que jamás le habían oído decir: “Tomad y bebed todos de Él, porque este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados”. Y a continuación levantándose salió hacia el torrente Cedrón para llegar al huerto de los Olivos y orar. Era de noche y los apóstoles estaban perplejos y cansados, por lo que se durmieron a pesar de la petición del Maestro para velar y orar. Ellos sabían que no habían tomado la cuarta copa, por lo que la celebración de la Pascua no había sido completada.
Aquella noche pasaron muchas cosas y muy rápidas, aunque para el Maestro fueron muy largas y dolorosas. Jesús fue abandonado de sus amigos y conducido a la casa de Caifás donde, al llegar el canto del gallo, su mirada se encontró con la de Pedro que le había negado tres veces. Luego fue llevado a presencia de Poncio Pilatos. Allí fue azotado y cubierto de espinas para, a continuación, ser cargado con una cruz y conducido a un montículo de una cantera, fuera de la ciudad, donde fue crucificado.
Una vez en la cruz le ofrecieron una mezcla de mirra y agua para disminuir el dolor de la crucifixión, pero Jesús no la probó. Sin embargo, cuando ya estaba a punto de expirar dijo: “Tengo sed” y ofreciéndole una esponja mojada en vinagre la tomó y bebió. A continuación, dijo “todo está consumado” e inclinando la cabeza expiró.
La Pascua se había cumplido y dentro de ella se englobaron todos los acontecimientos novedosos que el Maestro quería grabar a fuego en el corazón de sus discípulos: el sacrificio de la Misa, tomando como centro la Eucaristía y el nuevo sacerdocio. Además, en aquella larga Pascua les mostró su misión, no como un servicio cualquiera sino como el que ofrecían los esclavos a sus amos, lavándoles los pies. Y sobre todo les dijo unas palabras desconcertantes: “Ya no os llamo siervos sino amigos”, no les llamó discípulos, sino amigos. Amistad para compartir lo más íntimo, aquello que supera la esfera de la voluntad y pasa al amor personal. Les invitó a compartir su Misterio Trinitario en su intimidad personal. Ahora sí que podían comprender y amar en toda su amplitud lo que Él había intentado compartir con ellos los tres últimos años y no pudo.
A toda esta cantidad de gracia y de plenitud respondieron unánimemente huyendo. No fueron capaces de aceptar su amistad. Tampoco fueron capaces de expulsar al demonio en aquella ocasión en la que el padre presentó a su hijo a los discípulos. (Mt 17, 19). Así quedó patente e innegable la fragilidad y pequeñez de su conocimiento, de su fe y de su amor.
Pasados los años, cuánto agradecería san Pedro aquella noche en que negó a Jesús y Él mirándole a los ojos le perdonó. También a san Juan le quedó claro su poca fe, porque no creyó hasta que entró al sepulcro y entonces, sólo entonces “vio y creyó” (Jn 20, 1-19). Qué lección más extraordinaria para que ellos jamás confiaran en sus conocimientos, ni en su “estatus”, sino sólo en el Espíritu Santo.
En lo más profundo de su corazón se produjo un milagro: su conversión al encontrarse con el verdadero rostro de Jesús. Jesús era una persona que, siendo Dios, les aceptaba como hombres redimidos. Desde entonces, Jerusalén tiene un color especial.
Por Domingo Aguilera