Era, literalmente, el viaje de su vida, porque cualquier desgracia desde el naufragio del barco o una enfermedad mortal podía acontecer antes o después de haber llegado a Tierra Santa. Por no mencionar los peligros a los que se enfrentaban en los caminos o la extorsión que podían sufrir a manos de la población local.
Desde el siglo XII, la mayoría de peregrinos embarcaban en Venecia para llegar a Tierra Santa durante el periodo medieval tardío. Antes, muchos pasaban por Roma y visitaban las basílicas más importantes. El viaje en barco era muy incómodo y podía durar desde cuatro hasta seis semanas navegando la costa del Adriático, la del Peloponeso, Creta, Rodas, Chipre…
Finalmente, avistarían el puerto de Jaffa, pero, antes de desembarcar, tendrían que esperar por lo menos una semana más hasta que las autoridades locales les otorgaran el permiso oportuno. De Jaffa, irían a la ciudad vecina de Ramle, donde los franciscanos tenían un alojamiento para ellos.
El viaje continuaba en una caravana hasta llegar a Jerusalén atravesando las colinas de Judea. Debido a la falta de seguridad, la mayoría de los peregrinos no podían visitar Nazaret o el área de Galilea. En Jerusalén, los franciscanos tenían un campamento base en el monte Sión y organizaban la ruta de los peregrinos por los distintos lugares santos.
El momento cumbre era la visita a la basílica del Santo Sepulcro, donde se quedaban toda la noche encerrados visitando las distintas capillas. Algunos picaban la roca para llevarse un trozo de estas ‘piedras santas’. Para canalizar este fervor y evitar la destrucción de los lugares, había artesanos que tallaban pequeñas cruces para cada peregrino en las paredes del Santo Sepulcro que llevan a la capilla de Santa Elena.
Estas pequeñas cruces siguen ahí como un recuerdo de aquellos hombres y mujeres valientes que arriesgaron todo para completar el viaje de su vida: llegar a Tierra Santa.
Referencia: Pilgrimage to the Holy Sepulchre at the Dawn of the Renaissance, by Henri Gourinard.