“Salieron y avanzaron por una calle y de repente el ángel le dejó.”
Pedro había sido milagrosamente sacado de la cárcel en la cual le había echado el rey Herodes (Agripa I). Como en un sueño, Pedro y su misterioso compañero “atravesaron la primera guardia, y la segunda” hasta llegar a “la puerta de hierro que conduce a la ciudad, la cual se les abrió por sí sola” (Hechos 12, 9-10). Es este el momento en que le dejó el ángel. Pedro tomó entonces conciencia de lo ocurrido y, sin vacilar, “se dirigió a casa de María, madre de Juan, de sobrenombre Marcos.” (Hechos 12, 12). Llamó Pedro a la puerta. Le contestó una sirvienta llamada Rode, quién, por la excitación de la sorpresa, en vez de abrir a Pedro, corrió a anunciar la buena noticia al resto de la comunidad. Dejó así a Pedro “plantado” en la calle delante del portón.
No cabe duda sobre la identidad de este Juan Marcos. Antes de ser el autor del segundo evangelio, había acompañado a Pablo y Bernabé en el primer viaje apostólico (Hechos 13, 5). En Panfilia, sin embargo, abrumado delante de la inmensidad de la tarea, se separó de los dos apóstoles y regresó a Jerusalén. ¿A casa de su madre? Posiblemente, y no sólo porque era su casa, sino que era el lugar de reunión de la primitiva Iglesia desde que Jesús, antes de su Pasión, la eligió para celebrar su Última Cena con sus discípulos.
Suponemos aquí una continuidad de lugar. El Cenáculo en el que Jesús lavó los pies a sus discípulos e instituyó la Eucaristía, es el mismo lugar en el que – resucitado – se apareció a sus discípulos. Después de la Ascensión, los Once “subieron al piso alto” (Hechos 1:13). Allí, bajó el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego, el día de Pentecostés. Desde allí, por primera vez, los discípulos proclamaron abiertamente en varias lenguas que Jesús es el Señor. Allí, se reunió la Iglesia para resolver una serie de preguntas acerca de la conversión de los gentiles.
En definitiva, el Cenáculo, la sala alta de la casa de la Madre de Marcos, llegó a ser la primera iglesia de la cristiandad. Antes de la construcción del Santo Sepulcro por Constantino en la década del 330, aquella iglesia que los cristianos llamaban Mater omnium Ecclesiarum (“Madre de todas las Iglesias”), servía de sede al obispo de Jerusalén.
Aunque el libro de los Hechos no nos da indicaciones de su ubicación, la tradición unánime sitúa el cenáculo sobre el Monte Sión. El sitio sufrió las vicisitudes de la Historia. El lugar que hoy puede visitar el peregrino es lo que queda de la destrucción de la gran iglesia cruzada de Santa María del Monte Sión (siglo XII) por un sultán que quiso aprovechar sus piedras para reconstruir las murallas de Jerusalén. Se trata de una capilla alta con dos columnas en el medio, una configuración muy común en los refectorios monásticos medievales.
Algunos símbolos eucarísticos sobrevivieron a la transformación de la capilla de la Última Cena en mezquita por los turcos, en el siglo XVI:
- Una vid tallada en el friso a la derecha de la puerta de entrada.
- La piedra clave en forma de disco en la que figura un cordero con el estandarte de la Resurrección.
- Un capitel de mármol en el que han sido tallados cuatro pelícanos.
Este último tema iconográfico remite a una antigua leyenda según la cual la madre pelícano se sacrificaba por sus crías, dándoles de comer su carne y de beber su sangre. El tema fue retomado por santo Tomás de Aquino en el himno eucarístico del Adoro te devote en los años 1260. Es interesante ver que, en el reino franco de Jerusalén, casi un siglo antes, ya era popular esta figura del pelícano como símbolo eucarístico.
Por Henri Gourinard