El libro de Isaías y la profecía del Enmanuel

Dic 13, 2024

El libro de Isaías es el libro del Antiguo Testamento más citado en el Nuevo Testamento después de los Salmos. Sus profecías se mencionan explícitamente en noventa ocasiones, y las citas implícitas son más de cuatrocientas. Esto significa que la primera predicación cristiana ha considerado que este libro anuncia a Jesucristo y la economía divina de la salvación con más claridad que ningún otro escrito profético. 

Por eso san Agustín decía que «este profeta, entre las reprensiones que hace, las instrucciones que da y las amenazas futuras que anuncia al pueblo pecador, profetizó sobre Cristo y sobre la Iglesia (…) muchas más cosas que los otros [profetas]. Tan es así, que algunos dicen que es más evangelista que profeta» (De civitate Dei 18,29,1).

Por su parte, san Jerónimo presentaba este libro como un compendio de todas las Escrituras: «Expondré el libro de Isaías, haciendo ver en él no sólo al profeta, sino también al evangelista y apóstol (…). Nadie piense que yo quiero resumir en pocas palabras el contenido de este libro, ya que él abarca todos los misterios del Señor: predice al Enmanuel que nacerá de la Virgen, que realizará obras y signos admirables, que morirá, será sepultado y resucitará del país de los muertos, y será el Salvador de todos los hombres» (Prólogo al Comentario a Isaías).

Por eso, el libro de Isaías tiene un notable protagonismo también en la liturgia. En algunos momentos del ciclo litúrgico como el Adviento o la Navidad, Isaías ocupa casi tres cuartas partes del anuncio profético del Antiguo Testamento. Por eso, no es extraño que la iconografía ilustrara el misterio de la Navidad con elementos tomados de este libro profético. Así sucede cuando se sitúan en el establo de Belén donde nació Jesús un buey y una mula (mencionados en Isaías 1,3) de los que no se habla en el evangelio.

Profeta Isaías, Capilla Sixtina

Profeta Isaías, Capilla Sixtina

Belén Thomas Willement c.1845. De la Iglesia de la Santísima Trinidad, Carlisle

Belén Thomas Willement c.1845. De la Iglesia de la Santísima Trinidad, Carlisle

La profecía del Enmanuel

Uno de los textos más conocidos del profeta Isaías es aquel que narra su diálogo con el rey Ajaz de Judá cuando éste le plantea sus dudas acerca de si entrar o no en una coalición con el rey de Damasco y el de Samaría, que lo presionan para que se sume a ellos con el objeto de hacer frente juntos a la amenaza de una invasión asiria.

La respuesta de Isaías al rey apunta a que debe confiar en Dios prestando fe a su palabra, sin recurrir a alianzas políticas. Le ofrece, de parte del Señor, darle una señal, pero el monarca rechazó. No obstante, Isaías insiste: «el propio Señor os da un signo. Mirad, la virgen (en el texto hebreo ‘almah, doncella) está encinta y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Enmanuel» (Isaías 7,14).

Las palabras del profeta, en su contexto histórico y en su significación literal debieron resultar bastante claras para los protagonistas, ya que de hecho el rey no se sumó a esa coalición. Pero, como palabras pronunciadas de parte de Dios, tenían además la capacidad de enriquecerse con nuevos significados. Es lo que ha sucedido con este y otros textos proféticos en el desarrollo progresivo de la Revelación. 

La madre es una doncella, es decir, una mujer joven que no ha tenido hijos antes. Podría referirse a la joven esposa de Ajaz, o a una joven indeterminada. En todo caso, al presentar su embarazo en el marco de una señal que se da al rey, se indica que estamos ante un hecho novedoso. No es extraño, por eso, que los intérpretes posteriores, especialmente los que tradujeron este texto al griego hacia el siglo II a.C., para subrayar esa novedad asombrosa tradujeran la palabra hebrea ‘almah, «doncella», por la palabra griega «virgen». Después, los evangelistas San Mateo (Mateo 1,23) y San Lucas (Lucas 1,26-31) indicaron que la virginidad de María era la señal de que su Hijo es el Mesías, el verdadero Dios con nosotros, que trae la salvación.

El niño también es un elemento significativo. Si se tratara, como quizá es posible, del hijo de Ajaz, el futuro rey Ezequías, la profecía estaría mostrando que su nacimiento iba a ser señal de la protección divina, porque con él se aseguraría la sucesión dinástica. Si se refiere a un niño indeterminado, las palabras del profeta enseñaron que el nacimiento de este niño pondría de manifiesto la esperanza de que «Dios está con nosotros». En el Nuevo Testamento, estas palabras se cumplen en su sentido más profundo: María es Virgen y es Madre, y su Hijo no es un símbolo de la protección de Dios sino la realidad misma del Dios verdadero que habita entre nosotros.

El nombre «Enmanuel» es expresión profética del carácter de revelación que tiene el nacimiento del niño. En el Nuevo Testamento, el nombre subraya la realidad gozosa de que Jesús es en verdad «Dios con nosotros».

El hecho de que el oráculo fuera pronunciado en circunstancias históricas concretas no cierra, pues, su horizonte más trascendente, es decir, mesiánico, que se ha ido abriendo a la luz de la historia de la salvación, en la que se deben mirar los episodios en función del designio salvador de Dios y de su acontecimiento último, que es Jesucristo. Sólo desde esta perspectiva se está en condiciones de entender que la historia del Antiguo Testamento, en su conjunto y en muchas de sus etapas, constituye una profecía del Nuevo, una «preparación del Evangelio». Por esto, para la lectura cristiana, que dispone de alguna manera del conocimiento del «final», la interpretación mesiánica del oráculo del Enmanuel es perfectamente coherente con su sentido literal.

Iglesia de la Natividad, Belén

Iglesia de la Natividad, Belén

Las palabras del profeta, cumplidas en Cristo, han dado pie a numerosas y bellas interpretaciones espirituales: «Este Enmanuel, nacido de la Virgen, come manteca y miel, y pide de cada uno de nosotros manteca para comer (…). Nuestras obras dulces, nuestras palabras suaves y buenas, son la miel que come el Enmanuel nacido de la Virgen (…). Comiendo en verdad de nuestras buenas palabras, obras y razones, nos alimenta con sus alimentos espirituales, que son divinos y mejores. Y desde el momento que es una cosa dichosa acoger al Salvador, abiertas las puertas de nuestro corazón, preparamos para Él la “miel” y toda su cena, y así Él mismo nos conduce a la gran cena del Padre en el reino de los cielos, que está en Cristo Jesús» (Orígenes, Homiliae in Isaiam 2,2).

Por don Francisco Varo Pineda,  sacerdote

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