La Sagrada Escritura presenta a David como un hombre de carácter apasionado, valiente y audaz, con una lealtad inquebrantable al rey Saúl, el Ungido del Señor, a pesar de las pruebas que hubo de sufrir. Esa rica personalidad humana es inseparable de su excepcional sentimiento religioso: su magnanimidad con los enemigos, su sentido personal del pecado y de la penitencia, su sumisión a Dios y su resistencia a presionarlo.
David es presentado como el monarca ideal. Sin embargo, y a diferencia de lo que sucedía con las monarquías de los pueblos vecinos, en Israel y Judá no se diviniza al rey. Al contrario, David es un personaje profundamente humano, con sentimientos nobles y pasiones, que en los libros de Samuel quedan plasmados con toda sencillez y claridad. Entre ellos, cabe destacar su confianza en Dios y el ejemplo de su arrepentimiento.
Afronta el combate con Goliat sin más armas que sus arreos de pastor, porque confía en que Dios no permitirá que sus enemigos triunfen sobre su pueblo. Renuncia a sus planes personales de edificar el Templo, con lo que esto supone en las costumbres de la época de renuncia a poner los medios para instaurar una dinastía. En cambio, el oráculo de Natán le abre nuevas perspectivas: “El Señor te anuncia que Él te edificará una casa. Cuando hayas completado los días de tu vida y descanses con tus padres, suscitaré después de ti un linaje salido de tus entrañas y consolidaré su reino. Él edificará una casa en honor de mi nombre y yo mantendré el trono de su realeza para siempre” (2 S 7,11-13).
Tras esa promesa, David se fía de que el Señor cumplirá su promesa. Esa entrega generosa en las manos de Dios le permite asumir sus defectos y reconocer con sencillez su pecado cuando, más adelante, Natán le ayuda a recapacitar sobre su pecado y a experimentar a fondo el arrepentimiento.
El Señor se compromete definitivamente con la dinastía davídica de modo gratuito e incondicional, mediante una promesa de la que Dios no se retractará a pesar de lo que pueda suceder en el futuro, e independientemente de cómo se comporten los descendientes de David.
Siglos después, el destierro de Babilonia propició una reflexión sobre el fracaso político de la monarquía davídica y el sentido que podría tener esa profecía de Natán.
Finalmente, la venida de Jesús puso plenamente de manifiesto los valores profundos de esas palabras proféticas: Dios no había prometido el mantenimiento eterno de un reino temporal, sino el advenimiento de un reino de una naturaleza peculiar que habría de recaer en un descendiente de David según la carne, Jesucristo.
Jesús anuncia el reino de Dios y lo inaugura de forma misteriosa. Sin embargo, para que la realidad fundamentalmente espiritual de su reinado no fuese mal entendida, evita discretamente hacer manifestaciones ostentosas de su realeza aunque, en ocasiones, acepta que se le salude como “hijo de David” (Mc 10,47-48) y hace una excepción notoria a este modo suyo de proceder en su entrada triunfal en Jerusalén, precisamente pocos días antes de morir. Después de su resurrección, y purificada ya suficientemente la imagen de su reino, los discípulos no dudaron en destacar su ascendencia davídica (Mt 1,1) y el cumplimiento en Él de la profecía de Natán (Hch 2,30 y Hb 1,5).
La figura de David fue muy utilizada en la predicación cristiana desde la época apostólica. Muchos Padres de la Iglesia descubren en la semblanza de David la imagen del cristiano, especialmente al presentar su victoria sobre Goliat como señal de la victoria contra las dificultades y el poder del mal, valiéndose del apoyo de la gracia.
Pero, sobre todo, David es el rey de Israel, que anuncia a Jesucristo, Rey universal.
Por don Francisco Varo, sacerdote