¡Qué revuelo hay en el Cielo! Llega el día del nacimiento del Niño, así, con mayúscula, porque es el Verbo, «todo se hizo por Él y sin Él nada fue hecho» (Jn 1, 3); Dios Padre se inspiró en ese Niño cuando creó a Adán, y todo el género humano se mira en el mismo espejo: Cristo revela el hombre al hombre… Los ángeles saben de este misterio, y se pasman al ver cómo se van desarrollando los acontecimientos: fuera de María y José, nadie se entera, ni siquiera le ofrecen lugar en la posada pagando. «Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron» (Jn 1, 11). Algunos ángeles no resisten y piden permiso para anunciar el nacimiento; Dios Padre lo concede, pero ha de ser a gente sencilla, pues el Hijo quiere llegar a la tierra sin que los poderosos lo sepan, en silencio. Se presenta uno sólo —para no asustarlos— ante los pastores y les da la señal, el signo con el que reconocerán a Jesús: la pobreza; y de inmediato se juntan con él «una multitud del ejército celestial».
Sólo la gente sencilla y humilde es capaz de reconocer a Dios en un Niño recién nacido. Sólo cuando eres sencillo, humilde, eres capaz de reconocer la mano de Dios detrás de los sucesos más corrientes. Al mundo de la gente importante, preocupada de regir el destino de los pueblos, se le pasó la primera Navidad sin enterarse. El único modo de profundizar en el misterio es contemplarlo con sencillez, con ojos de niño, como los del mismo Jesús al que contemplas. Somos uno más entre los pastores, y no nos importa levantarnos en mitad de la noche y marchar hacia Belén. Allí encontraremos la acogida de María y de José, con el Niño. Y después… no cabe sentir tanta alegría sin que nazca un afán imparable de comunicarlo a los demás. Así termina la escena, con los pastores contando lo que habían visto, y así, por cristianos, hemos de hacer todos.
Por padre Joaquín Paniello