La palabra «profeta» deriva del griego profetes, que a su vez viene del verbo pro-femi, «proferir», «hablar en lugar de otro», especialmente de la divinidad. Se trata de una traducción fiel del término hebreo nabí (en plural nebiim), que probablemente está relacionada con una raíz que significa «llamar», «anunciar». El nabí es, pues, «el llamado» o «el que anuncia», es decir, el mensajero de la palabra de Dios.
Los libros del Nuevo Testamento señalan una y otra vez que la esperanza anunciada y la salvación proclamada por los profetas se han cumplido en Jesús, en su Persona, en sus acciones y en sus palabras. Así lo afirma abiertamente San Mateo: «Todo esto sucedió para que se cumplieran las Escrituras de los Profetas» (Mt 26,56). Los Evangelios y las Cartas de los Apóstoles prestan gran atención a cuanto dijeron los profetas y no dejan de señalar que sus oráculos se han cumplido.
Por eso, también al cristiano de todos los tiempos le interesa saber algo acerca de esos personajes que se mencionan con frecuencia en la historia bíblica, en muy diversos momentos. No son figuras lejanas ni voces perdidas que claman en un pasado remoto. Dios ha hablado por medio de sus acciones y de sus palabras, y su mensaje mantiene una perenne actualidad.
En esta ocasión vamos a hablar sobre los primeros profetas bíblicos, aquellos de los que tenemos noticia porque se mencionan en algún texto de la Biblia, pero de los que no conservamos libros con sus profecías u oráculos. Más adelante trataremos también de los profetas escritores.
Los primeros profetas de Israel eran personas que pertenecían a agrupaciones vinculadas con algunos lugares de culto, y de las que se habla ocasionalmente en los libros sagrados. Las menciones a estos personajes aluden a un tipo de actividad con unas manifestaciones externas en parte análogas a los «profetas» cananeos que habitaban en la región, y que entraban en éxtasis con gritos, danzas y música. Sin embargo, a diferencia de aquellos, estos profetas predicaban la fe en el único Dios de Israel.
Acostumbraban a vivir juntos y se mantenían de la limosna. A sus agrupaciones se las denomina en la Biblia bene nabi o bene nebiim, es decir, «hijos de profeta, o de profetas». Su tenor de vida era muy sobrio, y solían vestir con un manto de pelo sobre una túnica sujeta con un ceñidor de cuero. A veces tenías señales en la frente o cicatrices de las heridas que se hacían en los trances.
En los inicios de la monarquía los miembros de estas agrupaciones proféticas también llegan a la corte y pasan al servicio de los reyes, convertidos en consejeros. Algunos son elegidos por el Señor para orientar a los monarcas acerca de la voluntad divina, o ayudarles a reconocer sus pecados para que hagan penitencia. Entre ellos, Samuel, Natán y Gad tuvieron una función importante en la ascensión al trono de Saúl y David, así como en el reinado de David.
Algo más adelante, durante el reinado de Ajab de Israel, aparecen en escena Elías y Eliseo. Ambos desarrollaron su actividad en el reino del norte durante el siglo IX a.C. En los libros de los Reyes se insiste en que sus palabras, así como las de todos los verdaderos profetas y hombres de Dios, se cumplen puntual e inexorablemente, aunque haya pasado mucho tiempo desde que fueron dichas. En esta forma de presentar la historia subyace la certeza de que la palabra de Dios, pronunciada por medio de los profetas, guía y dirige la historia de Israel con toda su divina eficacia.
Por Francisco Varo, sacerdote