En su relación con Abrán, Dios se adapta a los usos y costumbres de la época. En aquellos tiempos, cuando dos reyes querían firmar un pacto o acuerdo para fundar una alianza entre ellos, ofrecían a Dios unos animales –terneros, corderos, etc.–, los mataban, los partían por la mitad y ponían una parte frente a la otra. Después pasaban por en medio para expresar de una manera simbólica que, si no cumplían ese pacto, los partiesen a ellos también por la mitad como ellos habían hecho con esos animales ofrecidos a Dios. Y Dios, para sellar su alianza con Abrán, le mandó ofrecer el sacrificio de un ternero, una cabra, un cordero, una tórtola y un pichón, y que los partiera por la mitad. Al anochecer, una antorcha ardiente pasó por la mitad de esos animales y Dios prometió a Abrán: A tu descendencia le daré esta tierra (Gn 15, 18). Y poco después, Dios confirmó esa alianza con Abrán en los siguientes términos: Por mi parte, esta es mi alianza contigo: serás padre de muchedumbre de pueblos. Ya no te llamarás Abrán, sino Abrahán (padre de multitudes), porque te hago padre de muchedumbre de pueblos. Por tu parte, (…) esta es la alianza que habéis de guardar: sea circuncidado todo varón entre vosotros. (Gn 17, 4-13).
Pero Abrahán tenía una pena: Sara, su mujer, no le había dado hijos y ahora los dos eran mayores. ¿Cómo iba Dios a hacerle padre de un pueblo tan numeroso, si no tenía un hijo? A pesar de todo, Abrahán confía en Dios y le cree cuando al cabo de un tiempo se le aparece en forma de tres viajeros junto a la encina de Mambré y le dice: Cuando yo vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo (Gn 18, 10). Y efectivamente, Sara concibió y dio a Abrahán un hijo en su vejez, en el plazo que Dios le había anunciado. Abrahán llamó Isaac al hijo que le había nacido, el que le había dado Sara (Gn 21, 2-4).
Cuando Isaac creció y se convirtió en un muchacho, Dios puso a prueba a Abrahán. (…) Dios dijo: «Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré» (Gn 22, 1-3). Abrahán hizo lo que el Señor le ordenó, pero cuando iba a matar a su hijo escuchó la voz de un ángel: No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo (Gn 22, 12). Y el Señor confirmó a Abrahán sus promesas: Por no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único, te colmaré de bendiciones y multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa. (…) Todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu descendencia, porque has escuchado mi voz (Gn 22, 16-18).
Ese fue Abrahán el patriarca, que recordamos hasta la fecha.
Padre José Benito Cabaniña