La escena ocurrió en 1219 en Damieta, en la ribera del Nilo. Mientras decenas de miles de cristianos y musulmanes se apretaban a decidir de sus destinos respectivos en el campo de batalla, fray Francisco, un italiano originario de Asís, se presenta delante del líder más poderoso del mundo musulmán para hablar de religión y – si Dios quiere – convencerle de que recibiera el bautismo. Por fuente directa no se sabe mucho del contenido de la entrevista, pero se cuenta que la oferta de Francisco fue rechazada con cortesía. Francisco, después, ganó Palestina para visitar los Lugares Santos y fundar allí los primeros conventos de la Orden de los Frailes Menores en Tierra Santa.
Del punto de vista apologético, la entrevista de Francisco con el sultán no fue un gran éxito: Al-Kamil no se convirtió. Del punto de vista geopolítico tampoco: los cruzados fracasaron rotundamente en su intento de conquistar Egipto. Esta derrota alimentó una corriente en contra de las cruzadas en una Europa cansada por una empresa costosa y frecuentemente desviada de su fin último: liberar el Santo Sepulcro.
Pero esta crisis de confianza en la idea de la cruzada forzó a la Cristiandad a pensar su posición frente al islam: la reconquista militar cedió el paso a la misión. En vez de someter militarmente a los Sarracenos, ¿por qué no darles razones suficientes para abrazar la fe cristiana?
Animados por el papa, franciscanos y dominicos se lanzaron, en este siglo XIII, en una aventura misionera que les condujo, a través del imperio mongol, hasta las puertas de China. Palestina les sirvió de base logística. En la ciudad de Acre, capital del reino cruzado, estos misioneros montaron escuelas de enseñanza del árabe, pero también del turco y del persa. Sus horizontes apostólicos no se detenían a las fronteras del islam, sino que abarcaban las amplias estepas de Asia central dominadas por los turcos y los mongoles.
Expulsados de Acre por los mamelucos en 1291, los Franciscanos volvieron gradualmente a Tierra Santa unas décadas después, esta vez con una misión distinta: custodiar los Lugares Santos.
Ya desde los años 1320, el rey de Aragón, Jaime II, el papado y la república de Venecia reanudaron contactos con el sultán del Cairo. Aunque no se pueda hablar de normalización diplomática entre la Cristiandad y el imperio mameluco, se reunieron, en aquel entonces, las condiciones para un retorno de los peregrinos católicos a Tierra Santa. Los franciscanos volvieron a tomar el camino hacia Tierra Santa. Algunas veces también paraban en Egipto donde atendían a las necesidades espirituales de los francos en las cárceles del sultán. En los años 1330, los franciscanos reconstruyeron el cenáculo del Monte Sion que yacía en ruinas. En 1342, el papa Clemente VI, con la bula Gratias agimus, confirmó solemnemente la presencia franciscana en Jerusalén. Fue el acto de nacimiento de la Custodia franciscana de Tierra Santa.
Los franciscanos de la Custodia retomaron entonces las armas del reino cruzado de Jerusalén: una cruz potenzada roja rodeada por cuatro cruces pequeñas, también rojas, símbolo de las cinco llagas de Jesús en la Cruz. Durante siglos los frailes del Monte Sion han atendido, guiado y alojado a miles de peregrinos católicos en Tierra Santa. Con el paso del tiempo su misión fue enriquecida por la atención pastoral de los cristianos de Tierra Santa: ya no se trata tanto de custodiar las piedras de los santuarios sino de servir a las comunidades cristianas locales: parroquias, escuelas, centros sociales, etc., que constituyen las “piedras vivas” de la Iglesia en Tierra Santa.
Por Henri Gourinard